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LA DECLARACION UNIVERSAL
EN SU 50 ANIVERSARIO

Lo que aprendimos en la lucha

Luis Pérez Aguirre

Le escuché decir a René Maheu, cuando todavía era Director General de la UNESCO, que "la exigencia de los derechos humanos es demasiado antigua y profunda, y la violación de los mismos ha sido demasiado brutal y generalizada en tiempos recientes, y está todavía demasiado extendida, como para que podamos permitirnos solamente celebrar los resultados positivos"1.

Pasaron 50 años desde la declaración solemne, pero nuestro mundo sigue siendo un planeta inhabitable para la mayoría de los seres humanos. Los derechos humanos siguen siendo una lejana utopía para las grandes mayorías. Las cifras espantan. 50 millones de personas se mueren de hambre en este año, cincuenta años después de haber declarado que "toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios" (D.U. Art.25).. 800 millones de personas corren el riesgo de no poder salir más de la extrema pobreza en que se encuentran. 1430 millones de personas no saben leer ni escribir. Mientras tanto despilfarramos en el mundo de hoy, a 50 años exactos de la Declaración Universal de los derechos humanos, dos millones de dólares por minuto en gastos militares. Ese valor en instrumentos para la muerte equivale a la totalidad de la deuda del Sur pobre a los países ricos del Norte.

Esta bochornosa situación nos empuja más allá de una simple preocupación si nos preciamos todavía de ser humanos. Nos hace quedar más que incómodos frente a la manera clásica de encarar los derechos humanos y en particular ante la manera de luchar de muchas organizaciones de derechos humanos (DD.HH.) que generalmente responden a una concepción limitada e individualista de los DD.HH. No pocas veces tienen dificultad para ver la complejidad estructural-causal de la violación de ellos. La clásica lectura liberal de la Declaración Universal no puede entender que ciertas personas son una especie de negación para la sociedad. No son reconocidas como seres humanos, como personas, como sujetos de derechos. Ellas son lo que hemos llamado en alguna ocasión los no-persona, los sin rostro, la multitud pobre de nuestros países del sur.

En la antigüedad los griegos elaboraron el concepto de persona a partir de la situación de los actores del teatro, que usaban las máscaras como amplificadores de la voz que sonaba a través de ellas (per-sonare, dirán luego los latinos generando la actual etimología de nuestra palabra persona). Pero para el caso lo importante no es el actor de teatro, sino precisamente su condición: ser hombre libre. Los esclavos no podían actuar y a ellos los llamaban precisamente: aprosopos, es decir, aquel que uno no ve, el sin rostro, la no persona. Era entonces, como hoy también, el rostro invisible de los no persona: de los excluidos, de los marginados, de los mendigos, de las prostitutas, de los niños de la calle, de los postrados en la droga... Los olvidados hasta de la comunidad de los DD.HH..

Es que en la celebración de los 50 años de la Declaración Universal la realidad desborda absolutamente nuestros enfoques para luchar contra la violación a los DD.HH. Porque quien no cierra los ojos ante la agonía y la tortura de un niño con hambre en sus entrañas no puede aceptar sin más las maneras de trabajar y de luchar que hoy tiene la mayoría en la comunidad de los DD.HH. Quien presenció esa barriga hinchada, esa tortura indescriptible, ya no puede quedar igual que antes.

Y nosotros nos preguntamos: ¿quién torturó y mató (de hambre) y sigue matando a ese niño? ¿quién organizó esta cruel "ejecución sumaria"? Porque en la última guerra mundial, que provocó la Declaración que este año celebramos, los torturadores y los asesinos se conocían, tenían nombre y apellido, pero hoy no tienen rostro, se llaman opciones económicas y políticas sociales injustas, desempleo generador del cólera, la rubéola, el tétanos, la diarrea... Y esto sucede ahora mismo y sucederá mañana. Ellos matan y torturan cada día en el mundo de hoy 1500 niños por hora, mantienen en la miseria y la postración humana más absoluta a millones de personas, de los cuales 167 millones son niños. Como ser humano yo no puedo quedar tan tranquilo al saber que por no tener agua potable hoy mueren 17 personas por minuto, que 240 millones de habitantes de zonas rurales de nuestros países pobres carecen de acceso al vital líquido, que por ello viven en condiciones de saneamiento deplorables, y que por ello mueren como moscas. Cada minuto se nos muere una mujer joven -1500 por día- por causas absolutamente evitables, relacionadas con el embarazo y el parto y por falta de una adecuada asistencia médica.

Parece tedioso repetir las cifras que todos conocemos. Pero pasa que ante estas realidades que tenemos delante de los ojos cada día, nuestra concepción de los DD.HH., la misma Declaración Universal y nuestra manera de luchar por ellos parece ridícula si no fuera en ocasiones tan estúpidamente ingenua.

No podemos fantasear sobre lo que está en juego. No podemos equivocarnos o trampear con las palabras. En estas circunstancias es muy difícil abordar el tema de la celebración del 50 Aniversario de la Declaración Universal. Es muy difícil darse cuenta de los matices del vocabulario. No llamemos celebración y fiesta a aquello que no es sino un tratado de guerra escrito con la sangre de los empobrecidos. Podríamos hacer creer que estamos aquí delante de una reflexión clásica sobre los DD.HH. Y podríamos terminar inflados de irresponsable utopía. En realidad este es un tema durísimo, que trata sobre el terrible asunto de cómo evitar la muerte y cómo hacer vivir a tantos niños que van a enfermar antes de que termine este día. Es el problema de celebrar los 50 años abordándolos desde el punto de vista de aquellos que son desposeídos de su dignidad y de su vida. Al contrario de la concepción liberal, que centra su discurso sobre los derechos de la persona, nuestra concepción de los DD.HH. no puede tener como centro y punto de partida sino a la no-persona, a la multitud pobre de nuestros campos y ciudades.

Y empecemos reconociendo descarnadamente y ex-abrupto -como cuando los antiguos profetas bíblicos comenzaban con sus "ayes" hacia los mayores pecadores- que la violencia y la violación a los DD.HH. más grave es la estructural e institucional. Y lo es tanto por su extensión como por su profundidad y continuidad. Esa es la violencia que pesa como una lápida mortuoria sobre el pueblo pequeño e inocente, gravitando en sus vidas desde que nacen en un tugurio donde no viven ni los perros, hasta que son matados en una calle cualquiera muriendo antes de tiempo.

Si analizamos con sinceridad la espiral de la violencia social encontraremos un momento decisivo en la génesis de la violación a los DD.HH.: la violencia estructural. Ella es ese conjunto de estructuras económicas, sociales, jurídicas y culturales que causan un dolor profundo, cruel e inhumano en la persona, que la oprimen e impiden que sea liberada de dicha opresión.

Para poner un ejemplo claro y cercano de lo que quiero explicar, que ciertamente no está en los titulares noticiosos de hoy, si recordamos que la bomba de Hiroshima mató a 70.000 personas, llegamos a la conclusión de que Brasil es un país que lanza sobre su propia población 13 bombas de Hiroshima cada cinco años y que las víctimas son exclusivamente bebés que nunca completaron un año de vida. Es la más cobarde de las guerras porque las víctimas en este caso son absolutamente indefensas. Y no olvidemos que la alegórica "bomba" no sólo mata los niños calculados en la franja social estudiada por el Banco Mundial en Brasil, ella mata también niños mayores de un año, adolescentes, adultos y viejos. La esperanza de vida al nacer, en Brasil, es de 65 años, 10 años menos que en Uruguay o Costa Rica, para no mencionar países desarrollados del norte. En el total de una población de 150 millones, esto equivale a cerca de un billón y medio de años de vida humana rifados. Son un billón y medio de años de alegrías, de amores, de esperanzas, de vida humana que nunca serán vividos. Y la desgracia es que parece que ya todos nos acostumbramos a esta tragedia.

Los derechos humanos en la agonía del milenio

El acontecimiento que significa conmemorar los 50 años de la Declaración Universal nos toma en pleno proceso de acostumbramiento a una concepción hipócrita de los derechos humanos. Se da en el momento en que debemos tomar nota de la vertiginosa secuencia de sucesos que son el estertor del mal llamado "fin de la historia" por los arrogantes estrategas de las políticas neoliberales. Aún siendo conscientes de que nuestra manera de medir el tiempo no es más que una convención, debemos admitir que los últimos años no han sido triunfo de nada, sino catastróficos en lo que a DD.HH. se refiere. Quizás hemos avanzado en nuevas formulaciones jurídicas y en conciencia a ciertos niveles de la humanidad, pero es indudable que esos logros se mezclan con el horror en nuestra experiencia diaria. Declaración Universal y hambrunas, Pactos Internacionales y tierras arrasadas, riquezas nunca vistas y pobreza obscena... Huérfanos de seguridades, algunos estamos debatiéndonos para permanecer humanos en el vértigo del último tramo del milenio.

La angustia es inevitable porque somos mortales y nuestro tiempo vital se agota en el breve parpadeo de una estrella. No es fácil esperar. Cincuenta años son casi nada. Pero el ansia de creer y apostar a lo que parece utópico nos impulsa a desafiar todos los temores. Vincular los derechos humanos a políticas sociales que den vida a los "no persona" de nuestra sociedad, esperanza de vivir con dignidad, no puede quedar en el terreno de la declaración y la utopía.

Será muy importante que abordemos la Declaración y la utopía de otra manera porque la cultura occidental produjo, en los cuatro últimos siglos, casi un millar de Declaraciones y utopías. La mayor parte de ellas sólo quedaron en el papel. No está demás citar aquí a Oscar Wilde cuando afirmaba que "un mapamundi en el que no figure la tierra de la utopía no merece ser mirado por segunda vez". Y tiene mucha razón, porque una condición de los humanos es la de la esperanza. ¿acaso no espera el lactante el pecho de la madre? ¿y el niño no espera mantenerse en pie y caminar?, ¿no espera el enfermo sanar y el prisionero quedar libre, o el hambriento comer? Cuando se apaga la esperanza se apaga la vida. Entonces aparece un Fito Páez que exclama: "¡quién dijo que todo está perdido... Yo vengo a ofrecer el corazón!"

El último medio siglo ha sido crisol de una mutación polifacética y desafiante de todos nuestros esquemas mentales, políticos, culturales y económicos. Cuando apenas restan dos años para el 2000, la Declaración Universal de los derechos humanos, gestada en dolores de parto del final de la Segunda Guerra Mundial, exige un intento por desentrañar lo que ella incubó y hacia dónde nos conduce, hacer un aporte a la necesaria síntesis que nos torne viables como sociedad fraterna en esta transición del siglo XX al XXI.

La Declaración Universal: su fundamentación y noción

La Declaración Universal alude a los valores compartidos, remite a la libertad, la igualdad y, también, al tercero de los valores que había acogido como suyos la revolución francesa de 1789, la fraternidad, que hoy traducimos como solidaridad. Esos valores posteriormente se concretaron en la defensa de unos derechos humanos políticos y civiles a los que luego se le añadirían otros del campo económico, social, cultural y hace menos tiempo aún, unos derechos de solidaridad, llamados el derecho de los pueblos al desarrollo, a un ambiente sano y a la paz.

No cabe duda que la expresión "derechos humanos" es una formulación histórica y reciente, que ha nacido en la etapa moderna dentro de una cultura llamada occidental, y que ella recoge experiencias muy básicas, extensibles a toda la humanidad porque se refieren eminentemente a la dignidad de las personas como integrantes de ella.

Por lo tanto el contenido y análisis de dicha expresión deberá tener en cuenta los condicionamientos de su génesis y su posterior evolución histórica, pero al mismo tiempo deberá también reconocer la riqueza objetiva que los derechos humanos conllevan y que sobrepasa las concreciones histórico-culturales que de ellos se han dado hasta el momento.

Por otro lado, la ética entendida genéricamente ha experimentado un cambio sustancial precisamente por el aporte de las diversas concreciones y desafíos que comenzó a plantearle desde 1948 la Declaración Universal de los derechos humanos. Ellos se han convertido desde entonces en el referente ético universal, que obliga a todas las concreciones éticas a ajustarse a sus postulados.

Porque los derechos humanos indican la existencia de una serie de prerrogativas que afectan a toda persona humana por el mismo hecho de serlo, independientemente de sus circunstancias de tiempo, lugar, cultura, religión, sexo, etcétera. Los derechos humanos no se fundamentan en la realidad de lo que es hoy esa persona humana, sino de lo que debería ser, teniendo en cuenta el ideal universal de persona humana. Por eso, los derechos humanos tienen una irrenunciable base ética, de donde luego nacerá una realidad jurídica que los impondrá como principio regulador de los diversos elementos que conforman el orden social y estatal.2

Serán derechos subjetivos porque se refieren a un sujeto humano, pero al mismo tiempo serán universales, indivisibles, inalienables e irrenunciables por constituir exigencias que orientan hacia la realización objetiva y plena de la persona humana. Se constituyen así como referente ético universal y son previos a la constitución jurídica de las sociedades, aunque la toma de conciencia de ellos y el proceso de determinación de sus significados sea progresivo y posterior por ser una realidad histórica.

Al mismo tiempo es muy importante notar que si la humanidad ha llegado a un cierto acuerdo en torno a los derechos humanos especificado en la Declaración Universal junto a otras declaraciones y convenciones, el problema de su fundamentación última continúa siendo un tema abierto. Porque es claro que no basta una fundamentación de tipo positivista. Tal fundamentación "es incapaz de establecer la existencia de derechos naturalmente inherentes al ser humano, anteriores y superiores a las legislaciones escritas y a los acuerdos entre gobiernos, derechos que no le incumbe a la comunidad el otorgar, sino el reconocer y sancionar como universalmente valederos, y que ninguna consideración de utilidad social podría, ni siquiera momentáneamente, abolir o autorizar su infracción".3 Esto es así porque para fundamentar los derechos humanos, el deber ser que proclaman, es necesario acudir a una realidad que esté más allá de la misma persona humana. Se intentó fundamentarlos en la naturaleza humana, en la fe en diversas revelaciones divinas, en la importancia del individuo y su libertad (individualismo occidental), en la colectividad (colectivismos), en el personalismo (valor de la persona), en el bien común (que no supone la negación u opresión de la persona, sino que consiste en favorecer el crecimiento de ella y afirma que sólo a partir de una relación solidaria es posible para el sujeto humano su realización como persona), etcétera. Pero la verdad es que ninguno de estos planteamientos aislados termina por solucionarnos el problema. Porque si decimos que los derechos humanos se fundamentan en la persona humana: ¿dónde se fundamenta el valor de ella? ¿Dónde se apoya la dignidad humana? ¿Cómo podemos hacer de la persona humana y su dignidad un absoluto, cuando nuestra experiencia inmediata es precisamente de la contingencia?

Estamos así ante un desafiante y complejo problema de orden metafísico y no ético, pero que únicamente se podría resolver a través de la afirmación de algún absoluto (llámese Dios o con cualquier otro nombre) en el que se apoye la persona y su dignidad. Esto es de importancia capital porque dicho absoluto será siempre la condición de posibilidad para que la persona sea fuente posible de valores y, por lo tanto, lugar de afirmación de los derechos humanos. No afirmar ese absoluto supondría quedarse en la pura contingencia y negar un auténtico fundamento a los derechos humanos.

"En conclusión, no hay ahora mismo una fundamentación clara y común de los derechos humanos. Pero sí podemos afirmar que existe en general la intuición de que esos derechos son previos a todo reconocimiento jurídico y de que los estados deben poner los medios necesarios para que los sujetos humanos puedan realizarlos, como medio para llegar a realizarse en plenitud; para que todo hombre o mujer pueda, como decía la declaración de Virginia en 1776, alcanzar la «felicidad»4".

Es por esto que los teóricos de la ética no se han limitado a constatar el cambio producido por la aparición hace 50 años de la Declaración Universal y las diversas concreciones jurídicas de derechos humanos, sino que además han comenzado a indicar cuáles son para ellos los aspectos de la ética "recibida" de antaño que han entrado en crisis y que se han hundido a la luz de los nuevos requerimientos de los derechos y la dignidad de la persona humana tal como ahora son expresados.

Notemos además que si la realidad de la concreción de los derechos humanos tiene una vertiente evidentemente jurídica, no es el saber jurídico el que más se ha detenido en el análisis y la consideración de los derechos humanos, hecho que los convertiría en una referencia restringida a lo legal, sino que felizmente han habido otras aproximaciones de similar importancia y legitimidad. Entre ellas y a la base del origen de los derechos humanos está la experiencia y la reflexión ética sobre la dignidad de la persona, sus libertades fundamentales y sus derechos inalienables. "en esta realidad entra en juego el derecho y la ética: la primera connotación queda reflejada al hablar de «derechos», mientras que la segunda puede expresarse con la adjetivación de «humanos» (y entonces se resalta el aspecto histórico y se evita la justificación ontológica) o con la adjetivación de «fundamentales» (y entonces se pone de relieve el carácter meta-jurídico y fundante de toda ulterior norma positiva). Creemos que las dos expresiones «derechos humanos» y «derechos fundamentales» son adecuadas para formular la realidad histórico-ético-jurídica a la que se alude".5

Si el marco teórico parece inapelable, nadie ignora que en este fin de siglo y de milenio estamos sacudidos y afectados por mil preguntas éticas que nos vienen planteadas desde las nuevas experiencias a las que está sometida la humanidad. Pero en lugar de tomar esas preguntas con angustia e inseguridad hay que reconocer que la ética se ve beneficiada por ello. La complejidad y la magnitud de los problemas planteados han hecho añicos aquella confianza y seguridad que definía la modernidad, acaso demasiado asentada en una conciencia ingenua y en una confianza desmedida en la razón humana. Hoy los problemas que nos desafían nos producen una especie de vértigo y ello ha generado en algunos todo tipo de angustiosos restauracionismos y en otros el relativismo más absoluto.

Este dilema es peligroso por lo que representa de camino sin salida para la humanidad. Porque lo propio del pensamiento relativista es hacer pasar como realidad absoluta lo que es relativo, para después negarlo. Y el conservador restauracionista, por su parte, hace lo contrario: hace pasar como absoluto lo que es relativo (que el controla), para afirmarlo eternamente. "Para resolver esos problemas, no cabe la posibilidad de desenterrar los viejos axiomas de la moral clásica. Las nuevas técnicas médicas han roto el esquema «medios ordinarios-medios extraordinarios»; los nuevos planteamientos ecológicos superan el antiguo principio del «uso de la naturaleza»; las posibilidades de controles informáticos invalidan la antigua comprensión del «derecho a la intimidad»; las relaciones entre los grupos humanos y la compleja interrelación de las culturas dejan corta la mismísima formulación actual de los «derechos humanos»"6.

Encargarse de la realidad

Creo que el primer y obligado paso que deberíamos dar para que no quede corta la Declaración Universal es de carácter metodológico. Mi amigo jesuita y mártir de El Salvador, Ignacio Ellacuría, -y va aquí mi homenaje- lo decía de manera zubiriana en una formulación exacta y como jugando con las palabras. Decía que todo conocimiento verdadero para transformar una realidad está profundamente implicado con una responsabilidad y con una pasión o sufrimiento; y abogaba por tres tareas:

Hacerse cargo de la realidad, es decir, conocerla real y vivencialmente, sufrirla visceralmente, para así poder descubrirla intelectualmente;

Encargarse de la realidad, o sea, asumir la tarea de transformarla, poniendo la inteligencia al servicio de la praxis;

Cargar con la realidad, aceptando la responsabilidad ética de la función intelectual y la dureza de esta confrontación.

Magnífico programa para enfrentarnos con el monumental desafío histórico de encarnar los derechos humanos con nuevas convicciones. Nadie lo ha dicho mejor. Es verdad que un intento de socialismo se desmoronó en el Este Europeo y que estamos todavía por medir las consecuencias. Pero también es verdad que el capitalismo -visto desde nuestra óptica del sur- siempre sufrió de insuficiencia crónica y demostró hasta lo nauseabundo su incapacidad de responder a las demandas sociales. Y ello por la sencilla razón de que es, por naturaleza, un mecanismo basado en el egoísmo, concentrador de riqueza, creador de desigualdades y excluyente. En realidad, la tan celebrada "victoria" de la concurrencia del mercado no es más que una cortina de humo para amortiguar utopías transformando en imperativo categórico el criterio liberal que asocia la libertad y la felicidad al padrón de competencia y consumo. "En los últimos 10 años, los pobres quedaron más pobres. Hoy, de los 17 billones de dólares del PIB mundial, casi la mitad se encuentra en las manos de apenas siete países"5 .Se calcula que haría falta una ayuda a fondo perdido de 94.000 millones de dólares para que América Latina pudiera tener en 1998 el nivel de pobreza que tenía en 1980(!)

El gran drama de este fin de siglo radica en que la civilización dominante hoy no es la de la solidaridad sino la del capital y el mercado. Frente a esta civilización que domina, no queda otra que luchar por contraponerle otra nueva y diferente proclamada en la Declaración Universal: la civilización solidaria de los DD.HH. Ese es nuestro gran desafío. Lo importante, lo decisivo, es que el destino de la humanidad no quede regido por las leyes internas del mercado. Y no porque dichas leyes sean inmorales, sino porque son amorales y llevan dentro de sí una dinámica muy precisa que arrastra a todos los que se meten en ella.

Conviene recordar que la Declaración Universal nació de un profundo sentimiento ético, que nació como una reacción humanística frente al clamor y el dolor de los pueblos pobres crucificados por unas relaciones de acumulación que conllevaban a una explotación cruel y a la guerra. Sigue en pie más que nunca la utopía de inventar y gestar una sociedad que sea incluyente de todos y no excluyente de las mayorías. Que no esté basada en la apropiación privada e individualista sino en la solidaridad y los DD.HH. En el aniversario de la Declaración Universal este sueño nos aguijonea imperiosamente para que podamos acceder algún día a considerarnos hijos e hijas de la alegría.

El principio sensibilidad: pathos y eros

Entonces, conmemorar la Declaración Universal, la única manera de zafar al embrollo del discurso, es remontándonos al origen de nuestra opción por los derechos humanos. Y nos encontraremos con que esta opción, si es auténtica, generalmente se inició como cuando se da a luz la vida humana, en un grito. "un grito escuchado y sentido como en carne propia (...) La opción por los DD.HH. no nace de una teoría ni de una doctrina en particular. La misma Declaración Universal es producto de una larga y compleja madeja de gritos y «ayes» de millones de personas a lo largo y ancho del planeta y de la historia. Es respuesta a esos gritos. La legislación, la codificación de los DD.HH., su concreción en Convenciones, Pactos y Protocolos, es posterior a esa instancia primordial del «escuchar» y «sentir» el grito de quien se ha convertido en víctima, de quien ha sido despojado de su dignidad o de sus derechos.

Por eso será siempre un camino errado acercarse a los DD.HH. privilegiando una teoría o desde una doctrina. Para que el compromiso sea estable y duradero, para que no se desoriente o se pierda por el camino (largo y arriesgado), deberá partir no de una teoría, sino de una experiencia, de un dolor ajeno sentido como propio (...) Si tenemos que buscar una expresión que sea anterior y que permita trascender toda posición religiosa, «neutral» o ideológica, una expresión que permita que la exterioridad irrumpa en nuestro mundo íntimo y nos movilice hacia una opción por la justicia y los DD.HH., nos tenemos que remitir a la protopalabra, la exclamación o interjección de dolor, consecuencia inmediata del traumatismo sentido. El "¡ay!" de dolor producido por un golpe, una herida, que indica de manera inmediata, no algo, sino a alguien. El que escucha el grito de dolor queda sobrecogido, porque el signo irrumpe en su mundo cotidiano e integrado, el sonido, el ruido casi, que permite vislumbrar la presencia ausente de alguien en el dolor"7 .

Y del grito pasamos a la compasión. El mero texto de la Declaración Universal de los DD.HH. difícilmente podrá ser origen y canal de una vocación sostenida y desinteresada en favor del sufriente y del oprimido. Lo importante es que en la opción por los DD.HH. lo que pro-voca (pro:=adelante; vocare:=llamar; es decir: lo que llama desde adelante) a la movilización de nuestras energías amorosas, a la com-pasión, no es la doctrina, ni siquiera la reflexión, sino la capacidad de oír el grito del sufriente y tener la sensibilidad para responder a él. El primer movimiento pasa entonces por la sensibilidad del "corazón", pesa en las entrañas, será una opción y una vocación entrañable.

En la conmemoración de la Declaración Universal es necesario afirmar con fuerza este principio de la sensibilidad, porque venimos, desde hace siglos, embarazados de una nefasta influencia cultural que nos desvió calamitosamente del corazón de la opción y la vocación. Hoy ya nadie sostiene que la razón pueda explicarlo y abarcarlo todo. La razón ya ha dejado de ser el primero y el último momento de la existencia humana. Nuestra existencia está abierta hacia arriba y hacia abajo de la razón. Porque existe lo a-racional y lo i-rracional. Felizmente abajo existe algo más antiguo, más profundo, más elemental y primitivo que la razón: la sensibilidad. Podemos decir que la experiencia humana base es el sentimiento. No es el cartesiano cogito, ergo sum (pienso, luego existo), sino el sentio, ergo sum (siento, luego existo); no es el logos, sino el pahtos, la capacidad de ser afectado y de afectar: la afectividad... En esta convicción está toda la base ontológica de la psicología profunda (Freud, Jung, Adler y sus discípulos) y debe residir también en la base ontológica de la práctica de los DD.HH.. La estructura última de la vida es el sentimiento y las expresiones que se derivan de ellos : el eros, la pasión, la ternura (una de las palabras más bellas del idioma español, ni siquiera tiene traducción en el inglés o el alemán), la solicitud, la compasión, el amor... La acción por los derechos humanos será profundamente erótica o no será. Es el sentimiento entendido correctamente y en toda su dimensión, no sólo como moción de la psique, sino como «cualidad existencial», como estructuración óntica del ser humano.8

Pero atención, no estoy afirmando que el sentimiento (pathos) y la «sensibilidad» se opongan al logos (comprensión racional), digo que ellos son también una forma de conocimiento pero mucho más abarcante y profunda que la razón, porque la incluyen y la desbordan. Esto lo expresó maravillosamente Pascal, a quien nadie podría acusar de menospreciador de la razón ya que fue uno de los creadores del cálculo de probabilidades y constructor de la máquina de calcular. Pues bien, Pascal llegó a afirmar que los primeros axiomas del pensamiento son intuidos por el corazón, y que es el corazón el que pone las premisas de todo posible conocimiento de lo real. Nos dice que el conocimiento por la vía del sentimiento (del pathos) se asienta en la simpatía (el sentir-con la realidad) y se canaliza por la empatía (sentir en, dentro de, identificado con la realidad sentida)9 .

Estamos afirmando algo que para el defensor de los DD.HH. es fundamental: que en el origen no está la razón, sino la pasión (pathos y eros). Y que su misma razón actúa movida, impulsada por el eros que la habita. El militante de los DD.HH. no puede ignorar que pathos no es mera afectividad, no es mera pasividad que se siente afectada por la existencia propia o ajena, sino que es principalmente actividad, es un tomar la iniciativa de sentir e identificarse con esa realidad sentida. Y el eros no supone un mero sentir, sino un con-sentir. No es una mera pasión, sino una com-pasión. No es un mero vivir, sino un con-vivir, simpatizar y entrar en comunión.

Lo propio de la razón es dar claridad, ordenar y disciplinar la dirección del eros. Pero nunca está sobre él. La trampa en que cayó nuestra cultura es la de haber cedido la primacía al logos sobre el eros, desembocando en mil cercenamientos de la creatividad y gestando mil formas represivas de vida. Y la consecuencia de esto es que se sospecha profundamente del placer y del sentimiento, de las «razones» del corazón. Y entonces campea la frialdad de la «lógica», la falta de entusiasmo por cultivar y defender la vida, campea la muerte de la ternura. Esto, para quien pretende hacer realidad la Declaración Universal de los DD.HH., es letal.

Condición de eficacia: situarse en el «lugar» correcto

Lo dicho nos introduce en un problema mayor: no se puede luchar por los DD.HH. ni establecer políticas sociales desde cualquier lugar ni desde cualquier disposición interior. En nuestros fracasos por hacer que los derechos proclamados en la Declaración Universal sean garantizados, en realidad lo que falló fue la comprensión teórica de los contenidos, sino el lugar desde donde pretendimos actuar. Es pertinente recordar al respecto aquella frase de Engels, convertida ya en un refrán popular, de que «no se piensa lo mismo desde una choza que desde un palacio».10 tan simple afirmación constituye, sin lugar a dudas, una de las conquistas más profundas e importantes del pensamiento contemporáneo. Lo que está afirmando Engels con su «perogrullada» es que aunque la verdad sea absoluta no lo es nuestro acceso a ella. Es decir, que aunque sea posible para la persona un cierto acceso real a la verdad, ese acceso nunca será «neutro» e incondicionado. Nosotros deberíamos completar el «efecto» de la afirmación de Engels diciendo que «no se siente (se ve o se experimenta) la realidad lo mismo desde una choza que desde un palacio».

Es fundamental preguntarnos por la llave con la cual abrimos el candado que nos introduce a la comprensión del objeto. Si queremos subrayar el desde dónde hablamos, trabajamos, interpretamos y transformamos la realidad, en lugar de "clave interpretativa", debemos hablar de "lugar" o de "horizonte" hermenéutico. Por eso son tan importantes los pies, saber dónde están nuestros pies, dónde estamos parados.

Porque no es lo mismo luchar por los DD.HH. en Montevideo que luchar en Ginebra. Inclusive no es lo mismo luchar en Ginebra antes de la Declaración Universal que después de ella. Del mismo modo, no será exactamente igual un trabajo por los DD.HH. realizado por un miembro de la clase ilustrada uruguaya al hecho por un hijo de obreros de la construcción. Inclusive, siendo un hijo de obreros de la construcción, no será lo mismo luchar siendo un abogado, por ejemplo, en Ciudad Vieja, que siendo un joven militante de un centro comunal en La Teja. Igualmente no es lo mismo trabajar por los DD.HH. siendo un socialista o un liberal. Y más aún, suponiendo que hay muchos militantes, será diferente esa práctica realizada por una mujer miembro de una ONG, simpatizante del feminismo, que la de una ejecutiva incorporada al Shopping de moda. No es lo mismo trabajar por los DD.HH. Siendo un profesor de filosofía, que siendo sociólogo y economista. Y aún en el caso de que dos docentes fueran filósofos, no sería igual la práctica que realiza el que se formó con influencias tomistas hispánicas que la de otro con una formación hegeliana adquirida al amparo de la escuela de Lovaina...

Entender esto es de capital importancia para luchar por los DD.HH. como referente universal. Aún suponiendo la mejor intención, la mejor buena voluntad y los mejores talentos intelectuales, hay lugares desde los que, simplemente no se ve, no se siente la realidad que nos abre a los DD.HH., al amor y a la solidaridad. Porque nadie puede pretender mirar o sentir los problemas humanos, la violación de los derechos y la dignidad humana, el dolor y el sufrimiento de los otros, desde una posición «neutra», absoluta, inmutable, cuya óptica garantizaría total imparcialidad y objetividad. Entonces hay lugares, hay posiciones personales, desde donde simplemente no se puede luchar por los DD.HH. La cosa es así de simple, y es así de grave caer en la cuenta de ello y sacar las consecuencias. ¿Dónde estoy parado yo en mi quehacer por los DD.HH.? Porque la cuestión es saber si estoy ubicado en el «lugar » correcto para la tarea.

El lugar se convierte en algo más decisivo para la tarea que la calidad de los contenidos (DD.HH., valores, etc.) que quiero promover, defender o contagiar. Urge pues, en la mayoría de los casos, hacer una ruptura epistemológica. La clave para entender esto se encuentra en la respuesta que cada uno demos a la pregunta por el «desde dónde» actúo, la pregunta por el lugar que elijo para mirar el mundo o la realidad, para interpretar la historia y para ubicar mi práctica humana.

Ignacio Ellacuría, que fue también un eminente luchador por los DD.HH. y que fue por eso mismo vilmente asesinado en El Salvador por militares oscurantistas, hablando de la opción por los pobres y sus derechos que había hecho la Universidad Centroamericana -de la que era Rector-, decía que (la tarea educativa) implica «primero, el lugar social por el que se ha optado; segundo, el lugar desde el que y para el que se hacen las interpretaciones teóricas y los proyectos prácticos; tercero, el lugar que configura la praxis y al que se pliega o se subordina la praxis propia»11.

Entonces se entiende que en la base, en el piso de ese lugar social está inevitablemente la indignación ética que sentimos ante cualquier violación de la dignidad y los derechos de la persona concreta; la percepción de que la propia vida perdería su sentido si fuera vivida de espaldas a esa realidad.

Para luchar efectivamente por los DD.HH. será obligatorio adoptar el lugar social de la víctima. El punto de vista de los satisfechos y los poderosos termina fatalmente enmascarando la realidad para justificarse.

La tragedia de muchos luchadores de hoy es que han buscado eliminar la compasión y el dolor, actúan no desde el corazón sensible que encuentra las políticas y los medios de lucha adecuados, sino desde otras «razones» y lo único eficaz que han encontrado es anestesiar la lucidez y profundidad del corazón para no sentirlo. Por eso terminan quedándose sin corazón como el de la copla de Antonio Machado:

«en el corazón tenía
La espina de una pasión
Logré arrancármela un día
¡ya no siento el corazón!...»

Los luchadores que pretenden esquivar la herida que provoca la opción por el lugar social de las víctimas, que pretenden no sufrir haciéndose blindados e insensibles, terminan «enmorfinados» en su tarea, narcotizados, al esquivar las consecuencias de la opción exigida por el lugar correcto de lucha. Buscaron eludir el dolor pero lo hicieron por el peor camino: el que les «arrancó el corazón» y les hizo incapaces de sentir, de entender y superar la violación a los DD.HH.

Hace 500 años Erasmo escribió un librito titulado Elogio de la insensatez. Al empezar a leerlo uno piensa que su autor está un poco loco por lo que dice. Pero al acabarlo, pensamos que no estamos tan seguros de ser nosotros los razonables. Es lo único que aquí he pretendido decir. Porque a contraluz de la Declaración Universal no caven demasiadas razones éticas, si las hay. Cada cual tiene su ética y su conciencia. Y no estoy muy seguro de que haya una ética, y menos una ética universal, ni que podamos imponer a otros nuestras convicciones. Lo que sí me parece claro es que ninguna ética se sostiene si no es mínimamente coherente.

Mirando al futuro desde esta conmemoración de la Declaración Universal, creo que tenemos que seguir siendo un poco insensatos para ser eficaces en la tarea de establecer en la realidad de hoy el referente ético de los derechos humanos. Lo que nos salva es que será siempre inútil predicar y practicar el valor de los derechos humanos siendo desleales a ellos: predicar la tolerancia, por ejemplo, siendo intolerantes... Sólo esa buena fe nos salvará de convertirnos en verdaderos mercenarios de los derechos humanos. Porque en derechos humanos ninguna simulación, ninguna representación, por más profesional que se considere, vale ni logrará su objetivo. No es concebible aquí una acción, por más neutra o aséptica que la concibamos, que no implique la expresión genuina y profunda de nuestras actitudes cotidianas y de nuestros valores personales. Para hacer que otro, en nuestra práctica de los derechos humanos, asuma una actitud semejante, será necesario conmoverlo amplia y profundamente mediante la asunción en simpatía de todos los presupuestos y las implicancias de ellos. Esto supone implicarse también uno en la acción de tal manera que signifique una profunda mutación en nuestra y en su concepción de la realidad y de los DD.HH.. Puesto que ello implica una buena dosis de violencia al suponer la posibilidad de desalojar la vieja axiología en uno y en el otro, que generalmente está profundamente enraizada en el corazón, sólo se logrará desde un fenomenal acto de amor. De lo contrario será como chocar contra un muro...

Ser militante de los derechos humanos, luchar por la vigencia de la Declaración Universal, será eso, hacerse y convertir a los demás en vulnerables al amor. Trasmitir actitudes nuevas y transformar las realidades injustas sólo se puede hacer desde esa mutua vulnerabilidad, donde el amor se vive seria y naturalmente. Porque será inútil decir que no mentimos, habrá simplemente que decir la verdad, ser veraz. Lo eficaz no será predicar la justicia y la tolerancia, sino ser simplemente justos y tolerantes.

Vemos que si bien el camino recorrido en estos 50 años ha sido largo y tortuoso, mucho más es lo que queda aún por recorrer y corregir. Más aún, es imprescindible cambiar la visión que tenemos de los derechos humanos en la medida que no parte de los derechos de los no persona, de los empobrecidos. Y habrá que ir integrando a esa conciencia universal de los derechos humanos, expresada en la Declaración, las Convenciones y los Protocolos facultativos, todo aquello de lo que todavía adolecen. Más aún, habrá que luchar incansablemente para que lo que ya ha sido aceptado como derecho humano, pase del papel a la realidad de los excluidos.

Falta mucho por hacer todavía. Para darles un solo ejemplo del monumental desafío que tenemos por delante, la reciente Convención sobre los derechos del niño comienza "reconociendo que el niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, debe crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión"... Se reconoce por primera vez en un documento de carácter universal que el niño tiene necesidad de ser amado para desarrollarse como ser humano!. Es decir, se insinúa una posible declaración del derecho humano al amor... ¡La Declaración Universal no lo había previsto!. Y hoy nos preguntamos si es solamente el niño quien tiene derecho al amor. ¿y nosotros? No será que cualquier ser humano en cuanto tal -y para permanecer humano- tiene ese elemental derecho a ser amado y a poder amar a sus semejantes y al entorno amoroso y viviente que le posibilita existir? Guardamos en el corazón la esperanza de que ese hombre y esa mujer nuevos no serán una mera utopía sino los parteros del futuro.

Mirando al futuro: el camino que habremos de recorrer

Antes de cerrar esta consideración, la mitad de la humanidad nos obliga a una disgresión de capital importancia: debemos señalar que las mujeres están proponiendo con pertinencia y urgencia una reconceptualización de los derechos humanos puesto que ellos hasta hoy se fundamentan en una visión no inclusiva, que no se basa en el respeto de las diversidades para la construcción histórica de una concepto «humano» universal menos machista y discriminatorio. Ellas afirman con vehemencia que reconceptualizar lo humano va necesariamente más allá de un mero añadir la variable de género a las expresiones de derechos existentes. Es necesario introducir una visión crítica que abarque el contexto sociopolítico de género en el que los derechos humanos fueron siempre conceptualizados, lo que supondrá un nuevo análisis teórico amén de un cuestionamiento sobre las prácticas que se vienen dando. Las mujeres nos hacen conscientes de que en las concreciones de los derechos humanos siempre se ha tenido en exclusividad al «hombre» (varón) como paradigma de lo humano, teniendo este referente un contenido eminentemente ideológico, socioeconómico y político más que semántico.

Es para superar este vacío real en los derechos humanos que las mujeres señalan la necesidad de reivindicar un nuevo significado ético verdaderamente plural y universal del concepto de «humano» porque hasta ahora se caracterizó por ser soporte de lo masculino, lo etnocentrista, heterosexual y clasista. "entendemos la universalidad de las diferencias como ese entretejido de mujeres, hombres, parejas, familias, grupos, comunidades, asociaciones, pueblos y naciones que incidimos en la experiencia humana con todas nuestras particulares características, cualidades, valores, talentos, etnias, culturas, historias, voluntades, proyectos, conflictos, luchas y esperanzas"12.

Cabe agregar todavía a nivel internacional, dada la estructura actual del sistema de Naciones Unidas, que los derechos humanos no tienen la suficiente protección jurídica. Ello implicaría modificar sustancialmente, entre otras cosas, la base constitutiva del Consejo de Seguridad y el establecimiento de un Tribunal Penal Internacional con verdadera capacidad punitiva.

Pero mientras esta transformación no llegue, los derechos humanos seguirán siendo la instancia ética mayor de la humanidad por su concreción como "discernimiento crítico/utópico". En todo momento y circunstancia habrá que seguir luchando y urgiendo todos aquellos presupuestos que hagan posible el paso de los derechos humanos del ámbito utópico y formal al ámbito real. Ello pasa por la creación de nuevas estructuras sociales, económicas, culturales y políticas que viabilicen dicho tránsito. De lo contrario, una estructura social injusta no sólo los mantendrá al nivel de lo utópico, sino que hasta podrá convertir a la declaración de derechos humanos en un perverso instrumento de opresión para los más débiles.

Otro aspecto esencial de esa lucha para que los derechos humanos transiten desde la utopía a la realidad, es el de liberarlos de la ideología individualista burguesa que fue su originalmente la matriz en la formulación histórica moderna.

Llegamos así al final de nuestra reflexión. La Declaración Universal aparece como una plataforma mínima, pero luminosa y necesaria para encarar la realidad y la convivencia de las personas humanas. La pluralidad de morales y la unicidad de la ética, que reemplazó el clásico tema del derecho natural y la ley positiva, nos hicieron descubrir lo procedente de la Declaración Universal como referente ético para enfrentar la función destructiva de lo malvado, lo insolidario y lo injusto a fin de relanzar la historia hacia mayores y más humanas realizaciones. Como la ética es una y absoluta, y su expresión son los derechos humanos, ella reaparece con fuerza en las personas que han sabido encarnarlos en sus vidas y en su práctica vital cotidiana.

Bibliografía

1 En la Conferencia internacional sobre los derechos humanos, Teherán, 23 de abril de 1968.

1 TORRES, Fernando, Derechos Humanos, en: VIDAL, Marciano, Conceptos fundamentales de ética teológica, Ed. Trotta, Madrid, 1992, p. 667.

2 MARITAIN, J., Acerca de la filosofía de los derechos del hombre, en E.H. Carr y otros, Los derechos del hombre, Barcelona, 1973, p. 116.

3 TORRES, Fernando, op. cit. p. 670.

4 VIDAL, Marciano, El discernimiento ético, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980, p.127.

5 MORA, Gaspar, La situación actual de la Moral, Selecciones de Teología, 134(1995)147.

6 BETTO, Frei ¿La teología de la liberación cayó con el muro de Berlín? AGEN, Sao Paulo, dic. 1990.

7 PÉREZ AGUIRRE, Luis, La Opción entrañable, ante los despojados de sus derechos, Sal Terrae, Santander, 1992, p. 16.

8 Cfr. BOFF, Leonardo, San Francisco de Asís. Ternura y vigor, Sal Terrae, Santander, 1982, pp. 25-26. Martin Heidegger considera la ternura (füsorge) como fenómeno estructurador de la existencia (Cfr. ibid. p.31).

9 Pensamientos, 125.

10 En realidad está citando y comentando a Ludwig Fuerbach, en L. Fuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana: Contra el dualismo del cuerpo y del alma, en Werke II, Leipzig 1846,p. 363.

11 ELLACURIA, Ignacio, El auténtico lugar social de la Iglesia, en VV.AA. Desafíos cristianos, Misión Abierta, Madrid, 1988, p. 78.

12 LEON, Irene, Las mujeres fundamentan sus derechos, Noticias Aliadas, abril 29, 1993, p. 6.

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