La
dictadura global y la promesa de José Martí
Ricardo
Alarcón de Quesada
El
tercer milenio se inicia con la consagración del embuste.
La mentira sistemática, industrializada, nos invade día y
noche, por medios de tecnología en constante renovación y
monopolizados por un puñado de empresas cada vez más reducido.
Se
nos quiere hacer creer que llegamos a otro mundo, la aldea global
finalmente edificada, pero nunca antes fueron tan agudas las
diferencias en los niveles de vida que separan a las naciones.
Si en 1820 el PIB per cápita de los países ricos era tres
veces superior al de los pobres, hoy lo es 74 veces.
El número de los que viven ahora en la miseria sobrepasa
al total de la población de la Tierra cuando empezaba el siglo
XX. Y la población
seguirá creciendo, casi toda en el Tercer Mundo, a un ritmo de un
México por año, aunque en continentes enteros descenderá la
esperanza de vida y en no pocos países se reducirá, en varios
millones, la cifra de sus habitantes.
Nunca
fueron tantos los que sufren hambre y desnutrición o mueren de
enfermedades evitables mientras es posible aumentar las cosechas,
multiplicar los alimentos y desarrollar nuevas vacunas,
medicamentos y equipos médicos.
Jamás
los conflictos armados, la violencia y la criminalidad se habían
diseminado como en estos años en que no cesan de entonarse loas a
un nuevo orden internacional de paz y estabilidad.
Se
supone que los gobiernos no intervengan, no pueden ni deben
intervenir, que sólo opere “la mano invisible” del
mercado, que la iniciativa privada por si sola, sin odiosas
regulaciones ni molestas trabas burocráticas, se encargará de
prodigar la felicidad y el bienestar.
La política debe replegarse hasta el olvido y dejar
libertad absoluta a los mercaderes.
Esta
es, quizás, la mayor mentira.
Jamás hubo gobernantes tan fuertes e intervencionistas.
No han renunciado al ejercicio de la autoridad, ni la política
ha abandonado sus antiguos fueros.
Solo que su función se ha invertido completamente.
Los mercaderes están dentro del templo y lo dirigen.
No
es verdad que haya desaparecido el estado y que en su lugar se
estableciera una suerte de anarquía universal.
En realidad el nuevo orden internacional es resultado de la
imposición gubernamental. Es,
concretamente, consecuencia de la hegemonía indiscutida de un
gobierno que tiene nombre y apellido, el que dirige el imperio
estadounidense.
Nunca,
en ningún otro momento de la historia, alcanzó un grupo de
individuos poder comparable. Lo ejerce sobre aliados y adversarios, en las relaciones económicas
y las instituciones internacionales, maneja gobiernos extranjeros
transformados en dóciles instrumentos y afecta a los trabajadores
y al pueblo norteamericano del que extrae hoy más ganancias que
en cualquier otra época y a quienes aplasta bajo un sistema que
lo tercermundiza y enajena. En
el país más rico y poderoso 43 millones de personas carecen de
seguro médico, una parte significativa de la población vive en
la pobreza y la educación está en crisis. Tampoco es parejo el disfrute de las nuevas tecnologías.
Una encuesta que acaba de publicar la Universidad de
Massachusetts revela que en varias comunidades urbanas del
Nordeste –que incluyen Boston y New York- el 56 porciento de los
entrevistados conoce “poco o nada” acerca de Internet y
el 80 porciento de ellos está ansioso por conocerla.
Según el Departamento de Comercio sólo el 16 porciento de
las familias latinas y el 19 porciento de las afroamericanas
tienen acceso a ella.
Se
trata de instaurar una dictadura global de la que no escapa la
Organización de Naciones Unidas.
Por
tener en su territorio la Sede de la Organización, Estados Unidos
ha obtenido durante años pingües beneficiosos, ingresando miles
de millones de dólares procedentes de los gastos que se ven
obligados a hacer en Nueva York tanto la Secretaría de la ONU
como el conjunto de sus agencias y organismos y los representantes
diplomáticos de todo el mundo.
Desde hace años, sin embargo, Washington ha impuesto una
situación doblemente anómala:
siendo el único país para el que se estableció un límite
máximo a la cuota que debe pagar al presupuesto de la Organización,
sin aplicarle a él los mismos parámetros que rigen para los demás,
como si ello no bastase, incurrió además, en una prolongada mora
en el desembolso de su reducido aporte financiero.
Según la Carta de San Francisco esto último debía haber
causado la pérdida de sus derechos.
Pero
ocurrió al revés. La
ONU negoció con su mayor deudor y este convirtió su deuda en un
instrumento de chantaje y de presión.
A cambio de pagarle una parte de lo que le debía, la ONU
aceptó una reducción adicional a aquel tope y se comprometió,
asimismo, a realizar cambios en su gestión administrativa para
satisfacer demandas norteamericanas.
Antes, el Consejo de Seguridad había recibido, en una insólita
sesión, al senador Jesse Helms, el más furibundo enemigo del
sistema multilateral quien, por supuesto, saludó jubiloso un
arreglo que más bien ilustra la vergonzosa rendición del mundo
ante la arrogancia del Imperio.
Estados
Unidos no tenía motivo alguno para quejarse de la ONU.
Aparte de ser el principal beneficiario de su presupuesto
se ha valido de ella para realizar sus objetivos de política
exterior.
Lo
ha hecho dictando las normas y condiciones para el suministro de
asistencia a los países subdesarrollados que ya es prácticamente
inexistente. Lo que sí
ha crecido sin cesar es el empleo de la ONU y especialmente de su
Consejo de Seguridad, sometido invariablemente a Washington, como
instrumento de intervención e ingerencia en todo el mundo.
De hecho, ha conseguido enmendar y adulterar los propósitos
y principios de la Carta de San Francisco sin haberlo autorizado
jamás la comunidad internacional.
En los últimos años la ONU ha sido más activa que nunca
y se ha involucrado en conflictos internos de algunos estados, al
socaire de una llamada “diplomacia preventiva” o de la
denominada “intervención humanitaria’, pseudodoctrinas impuestas arbitraria y selectivamente según
sean los intereses norteamericanos.
Cascos azules inspeccionan y controlan elecciones,
organizan, establecen y reemplazan gobiernos y dirigen y
supervisan policías locales.
Al
mismo tiempo, porque se lo impide Washington, nada hace la ONU
para llevar a la práctica sus propias decisiones las que sí
fueron discutidas y aprobadas democráticamente.
El conflicto del Medio Oriente es también una interminable
sucesión de resoluciones que no son respetadas y de cuyo
cumplimiento nadie se ocupa.
Los compromisos de cooperación para el desarrollo de los
países subdesarrollados fueron letra muerta desde el día de su
adopción: casi nadie se acercó nunca a la modesta promesa de entregar,
para esos fines, el 0,7% del PIB.
Las solemnes declaraciones suscritas en Conferencias
extraordinarias de Jefes de Estado sobre cuestiones vitales para
la humanidad, son textos olvidados o abiertamente repudiados como
es el caso, para poner un solo ejemplo, de los referidos a los
problemas de la contaminación del medio ambiente, el
calentamiento terrestre y los cambios climáticos.
Pese
a que dedican gran parte de su tiempo y recursos a vigilar
procesos electorales, ni las Naciones Unidas ni la OEA, se han
enterado aun del más escandaloso fraude electoral que acaba de
ocurrir, precisamente en el país, donde ambas tienen sus Sedes.
De ese asunto no se han ocupado a pesar de que hubo en él
todo tipo de violaciones incluyendo el haber privado de su derecho
al voto a una cifra cercana a los 180 mil electores.
El super-estado mundial es administrado ahora por un régimen
carente de respaldo moral y desprovisto de legitimidad.
Estados Unidos se arrogó caprichosamente la posesión de
un sistema político pretendidamente superior que trata de imponer,
como modelo exclusivo, al mundo entero.
Primero vació de todo contenido al ideal democrático
–todo sería reducido a lo que denominan “elecciones
competitivas”-, después, con la creciente mercantilización
de la política, convirtió tales “competencias” en una
farsa de la que no participa la mayoría del pueblo y ahora
transformó la farsa en un espectáculo bochornoso y antidemocrático. Hans Kelsen desenmascaró hace tiempo el carácter ficticio
de la llamada “democracia representativa” pero difícilmente
pudo imaginar el vergonzoso lodazal en que ella podría hundirse.
La
nueva administración, engendrada de modo tan crapuloso, amenaza
al mundo con nuevos y mayores peligros para la paz y la
supervivencia humana. Entre
sus anunciados planes está la anulación del tratado ABM y el
desarrollo del llamado sistema nacional de defensa estratégica,
es decir, el despliegue de nuevos misiles nucleares para enfrentar
inexistentes adversarios. Es
el regreso a la guerra de las galaxias que Reagan concibió en
medio de la guerra fría. Se trata de desencadenar otra carrera armamentista sin
justificación ni sentido.
Un
sistema esencialmente irracional requiere para perpetuarse
fabricar conflictos e inventar enemigos.
Terminó
la guerra fría pero, la OTAN lejos de desaparecer, crece, entró
finalmente en acción, extiende su área de operaciones y asume
además funciones policiales.
La
idea del desarme general y completo es relegada al olvido y nadie
recuerda ya el dividendo para la paz y el desarrollo del que se
hablaba cuando regía el enfrentamiento entre el este y el oeste.
Por el contrario se nos amenaza hoy con un armamentismo
desaforado, completamente absurdo después que desapareció la Unión
Soviética y que obligaría a un derroche de recursos que sólo
beneficiará al complejo militar industrial. Aumentarán los peligros de destrucción del medio ambiente,
crearán instrumentos para presionar y someter a otros estados y
para engañar a los trabajadores norteamericanos y negarles lo que
ellos necesitan para vivir y para curar y educar a sus hijos.
Guerra
de las galaxias, ultramoderna, desenfreno nuclear que no excluye
el uso del uranio empobrecido y otros medios para aniquilar al
hombre y a su entorno. Pero
también guerra a la antigua para colonizar y reprimir.
Para prepararla entrenan sus ejércitos en técnicas de
invasión y ocupación de territorios ajenos y someten al martirio
a la isla puertorriqueña de Vieques.
Encaramos
un poder hipertrofiado que extiende sus tentáculos, cual
gigantesca araña, sobre todo el globo.
El
gobierno del Imperio está en las manos de los principales
emporios capitalistas, sirve y representa sólo a un grupo de
individuos, los más ricos entre los ricos.
Exige que nadie se interponga y que su voluntad sea acatado
por todos.
El
FMI, el Banco Mundial y otras entidades semejantes son sus
herramientas principales. Actúan
como eficaces e implacables instrumentos de una estructura
vertical de dominación en la que la cúspide de la pirámide no
está al alcance de la vista.
Para
imponerse desmantela toda otra autoridad:
desregular, privatizar, abrir los mercados, eliminar los
subsidios, reducir el gasto social, dejar hacer, son las órdenes
que dicta a los demás por intermedio de las instituciones “internacionales”
cuyos mecanismos controla.
El supergobierno necesita que nadie más gobierne.
De paso, convertidas en dogma, algunas de esas órdenes, no
todas ellas pero ciertamente las que convengan al aumento de sus
ganancias, las aplica también a los trabajadores norteamericanos.
El
neoliberalismo es el comienzo del fin de la “democracia
representativa”. El
carácter ficticio que ella siempre tuvo en sociedades basadas en
la desigualdad aparece ahora en plena desnudez.
Aunque aun pretende embaucar a la gente, es muy difícil
simular que el estado neoliberal representa al pueblo.
Ya no hay ciudadanos sino consumidores.
Los pobres, los excluidos, son los nuevos bárbaros,
extranjeros carentes de derechos.
La
abstención se va convirtiendo en predominante y en algunos países,
en la principal, tendencia política.
El empeño para enfrentarla, a la capitalista, intensifica
la mercantilización, transforma al dinero en el gran elector y
aumenta inevitablemente la corrupción.
El
abstencionismo no refleja solamente el rechazo que oponen al
sistema algunos sectores de una población políticamente
consciente. Para
millones de ciudadanos en los países capitalistas todavía hay un
largo camino por recorrer antes de alcanzar verdaderamente la
franquicia electoral. El caso estadounidense, la punta de cuyo iceberg se ha hecho
visible recientemente, es ilustrador.
Su sistema electoral está diseñado, precisamente, para
que sólo una parte de los ciudadanos adquiera la condición de
electores y para que sólo una parte de éstos –la que pueda ser
manipulada por las maquinarias- ejerza efectivamente el voto.
Desde la sacrosanta norma de que toda elección ocurra en
un martes laborable hasta una compleja maraña de restricciones
federales, estaduales y locales, todo ha sido concebido para que
el electorado sea predominantemente blanco, anglosajón y de
ingreso medio o alto. Cuando,
como el 7 de noviembre pasado, se logra movilizar a miles de
nuevos electores negros, entonces se recurre a todo, incluso a la
policía, para impedirles votar o simplemente, no registran sus
votos ni les permiten reclamar.
Que el pueblo no cuenta para nada en ese sistema quedó
demostrado con el modo en que se encaró y resolvió el mayor escándalo
en la historia política de ese país.
A nadie se le ocurrió plantear siquiera lo que, sin
embargo, habría sido elemental:
volver a hacer elecciones en la Florida o, al menos, en
aquellas circunscripciones donde se denunciaron irregularidades.
Hacerlo hubiera sido equivalente a reconocerle al pueblo
una prerrogativa que no posee, la de ser quien decida:
sus facultades deben limitarse a que una parte de él
visite las urnas, una vez, cada cuatro años.
Por eso no lo propuso ningún dirigente, demócrata o
republicano, ninguno de los miembros de ese partido único que
Nader bautizó como “Republicrata”. Para colmo, tampoco exigieron que se investigase y
sancionase los numerosos fraudes y las violaciones flagrantes a
los derechos de decenas de miles de electores, la mayoría
afroamericanos. Seis
semanas de maniobras y litigios giraron sobre un solo punto:
recontar o no las boletas de aquellos a quienes se permitió
votar. Finalmente,
después de haber recibido seguramente instrucciones de la
plutocracia que allá ejerce el poder real, las jerarquías de
ambas facciones se dividieron los recursos y poderes del Senado,
proclamaron ganador al candidato por el que no sufragó más del
52% de los votantes contados y se unieron para entonar alabanzas a
la “democracia representativa”.
Así se niega efectivamente a la mayoría de los
ciudadanos el derecho a elegir a sus supuestos representantes que
es el único derecho político que, verbalmente, les reconoce la “democracia
representativa”.
Pero
las sociedades capitalistas desarrolladas no se componen solamente
de ciudadanos. De ellas forman parte también millones de extranjeros,
residentes legales o indocumentados que trabajan más que nadie,
producen riquezas, mantienen servicios, engrosan ejércitos y
sufren condiciones, muchas veces brutales, de explotación y
discriminación y que, por no poseer la ciudadanía, carecen
incluso de aquel magro derecho.
Para ellos no existe siquiera la “ficción de la
representación”. Se
trata, sin embargo, de
una parte sustancial de la población de esos países y la que
tiene una tasa de natalidad más elevada.
En
un informe divulgado en los días finales del 2000, la Agencia
Central de Inteligencia de Estados Unidos estima que, en la
actualidad, los extranjeros constituyen, como promedio, el 15% de
la población de esos países y esa proporción aumentará
sensiblemente ya que la emigración es uno de los fenómenos
decisivos de la evolución del mundo en los próximos años.
Ella se incrementará, como consecuencia inevitable de las
desigualdades que profundizará la globalización y porque además,
con la tendencia al estancamiento y al decrecimiento de la población
de los países más avanzados, éstos seguirán reclamando su
presencia insustituible: el
capitalismo desarrollado continuará robando personal calificado
al Tercer Mundo –por lo menos 190 mil cada año en el caso de
Estados Unidos- y dependerá de los pobres del Sur para realizar
las faenas más duras y peor pagadas.
Esas cifras, desde luego, no describen completamente el fenómeno.
Ni la CIA tiene datos exactos de la siempre creciente
emigración ilegal ni de las incontables víctimas del comercio
clandestino de mujeres y niños.
Este último, el de la nueva esclavitud de mujeres
prostituidas y niños sometidos al trabajo forzoso, rasgo
distintivo de la postmodernidad, atrae la atención de muchos
estudiosos, entre ellos, la ONU, cuyos cálculos, en 1998,
estimaban este tráfico en 4 millones de personas cada año.
La
sociedad capitalista desarrollada necesita de la masa de desposeídos
que pueblan su periferia y también se instalan de manera
creciente dentro de su territorio.
Los necesita pero también los repudia y discrimina.
La magnitud del fenómeno alarma a la CIA que prevé que
será fuente de tensiones sociales y políticas y hasta conducirá
a cambios en las identidades nacionales de algunos países.
El
tema migratorio es un ejemplo notable de manipulación de la
información. Todo el
mundo conoce del muro de Berlín y su demolición. Pero muy poco se sabe del que empezó a levantarse después
en la frontera norteamericana con México.
Este ha sido escenario de muchas más muertes
cuidadosamente silenciadas por los medios masivos de comunicación.
Sin embargo, sólo en la zona de California, entre 1994 y
1999, fueron hallados 750 inmigrantes muertos.
Ellos, al menos, fueron contados.
Nadie ofrece cifras de los se tragó el desierto o
perecieron en otras partes de la larga frontera.
Entretanto el consulado mexicano en San Diego sigue
teniendo como ocupación principal la de “recoger cadáveres”.
La
expansión del uso de nuevas tecnologías fomenta además otras
formas de desarraigo que afectan tanto a los trabajadores de los
países periféricos como a los de los centros dominantes.
Se habla ya de los nómadas del siglo XXI o los “cibernómadas”.
Trabajadores temporeros o bajo contratos especiales que se
suman a la corriente migratoria o desde sus países venden su
fuerza de trabajo a corporaciones ubicadas en el exterior.
La otra cara de la moneda la constituyen los trabajadores y
empleados de los grandes centros industriales que han visto
reducirse el promedio de permanencia en el empleo de más de 23 años
hace medio siglo a menos de 4 años en la última década.
Según un estudio del Massachusetts Institute of Technology
el 25 por ciento de los obreros en Estados Unidos son trabajadores
a tiempo parcial pero en California esa condición define a los
dos tercios de la fuerza laboral.
El
capitalismo neoliberal tiende a borrar lo que separa a sus
ciudadanos de sus “bárbaros”. Los primeros retienen el privilegio exclusivo, si logran
superar diversos escollos, de ser considerados “electores”,
pero sólo para escoger entre candidatos fuera de su control que
formarán asambleas perfectamente sujetas al poder del dinero.
Pero unos y otros son impotentes ante lo que Thomas
Friedman calificó como “la ansiedad definitoria de la
globalización” que “es el temor al cambio rápido
procedente de un enemigo que no puedes ver, tocar o sentir –la
sensación de que tu vida puede ser cambiada en cualquier momento
por fuerzas económicas y tecnológicas anónimas”.
No
son desconocidos, sin embargo, los dueños de esas fuerzas ni los
responsables de que su acción devastadora se desate sobre los
pueblos del Tercer Mundo y sobre la clase obrera del Primero.
En
el fondo estamos ante el desenlace de un viejo debate.
Con la derrota del “socialismo real”, el Imperio
cree posible aplastar también el ideal democrático.
Ya no le parecen indispensables las concesiones y las
maniobras para enfrentar los reclamos de un régimen
verdaderamente popular. Ahora
resulta más útil que nunca la añeja falacia acerca de la “delegación”
de la autoridad como principio y fin del sistema.
De la guerra fría ha salido triunfadora la “democracia
representativa” o sea, el modelo político que reduce
estrictamente a la “representación” la participación
de la gente en el gobierno de la sociedad.
Todo el triunfalismo de sus ideólogos, todo el colosal
derroche de propaganda acerca del “fracaso del socialismo”
y el “fin de la historia”, no reflejan otra cosa que la
necesidad, vital para el gran capital, de convencer a las
multitudes de que la milenaria aspiración de la humanidad se
agota con la asistencia de algunos, de tiempo en tiempo, a un
colegio electoral. Esa,
la “representativa”, es la única democracia posible.
Y como ya venció a su temible enemigo, no hay más nada
que hacer, la larga marcha por la democratización debe detenerse.
Hay
que reconocer los éxitos indudables que han acumulado durante la
última década. Nunca,
en tan breve espacio de tiempo, se habían adoptado tantas
decisiones que afectan profundamente a tanta gente sin contar con
nadie. Así, se ponen
en vigor directrices del FMI y del Banco Mundial, se eliminan
subsidios, desaparecen programas sociales, cierran escuelas y
hospitales, se implantan medidas de austeridad económica y
financiera, se privatizan fábricas y servicios, se venden
carreteras, cárceles y cementerios, se fusionan y disuelven
empresas, se renuncia a la moneda propia, se entregan recursos
naturales, se sumergen países en mercados ajenos.
Tales
decisiones jamás se discuten con los pueblos que sufrirán sus
consecuencias. Casi
nunca se examinan siquiera en los Parlamentos que supuestamente
los representan. Cada
día, son muchos los que se enteran, con un “breaking news”,
que su vida, la de su comunidad, la de su país ha sido
cambiada sin remedio y para siempre.
Por
mucho que hable de la libertad y el libre flujo de las ideas el
capitalismo neoliberal sufre de una incurable agorafobia.
No resiste la idea del hombre organizado, reunido, actuando
como un conjunto coherente y motivado.
Era sobre individuos aislados, entes separados sin
sindicatos, partidos, o periódicos que los agruparan, que
Brzezinski pronosticaba se podría “manipular las emociones y
controlar la razón”
y realizar el verdadero “sueño americano”, el de “fabricar
el consentimiento”. Mucho
antes que naciera la mamá de la ovejita Dolly, en sus
laboratorios ideológicos, los “científicos” del
capitalismo soñaban con la clonación mental.
Pero
su quimera es irrealizable. Obedeciendo
a una extraña ley, los pobres, los desposeídos, los relegados,
aquellos a los que quiere excluir y eliminar, se
multiplican y avanzan hasta sitiar la fortaleza dorada de
quienes pretenden, inútilmente, hacerlos desaparecer.
Después de todo ¿Qué otra cosa poseen como no sea la
capacidad de reproducir sin cesar una especie que se niega a la
extinción?.
¿Cómo
puede arrogarse perennidad un sistema que aplasta naciones enteras,
atenta contra la vida y margina a sus propios ciudadanos?.
No puede perdurar una sociedad en la que el hombre sobra.
Al
desbordar sin freno su afán de lucro y cubrir todo el planeta el
capitalismo plantea un dilema crítico:
o su voracidad ilimitada arrasa con la naturaleza y la
civilización o se le pone fin definitivamente para dar paso a una
nueva sociedad, justa, verdaderamente humana. Medio siglo después regresa como una certeza la profecía
tan criticada de Schumpeter:
“una forma de socialismo surgirá inevitablemente de
la igualmente inevitable descomposición del capitalismo”.
Para
descomponerse e iniciar su declinación el capitalismo tenía
primero que triunfar, llegar al máximo de su despliegue,
aboliendo toda restricción e imponiéndose universalmente.
Pero
no caerá por sí solo. Habrá
que esforzarse para anticipar la aparición de un orden
verdaderamente humano.
Deberán
desarrollarse nuevas formas y métodos de lucha que incluyan las
posibilidades de comunicación e intercambio instantáneos que
ofrece la tecnología actual.
La batalla contra el Acuerdo Multilateral de Inversiones
constituyó una experiencia importante que puede guiar otras
acciones indispensables.
Por
primera vez pueden confluir en un mismo cauce las luchas de las
naciones oprimidas y las de los asalariados de los países
dominantes y junto a ellos pueden marchar los sectores y grupos
religiosos y los discriminados por cualquier motivo, y todos los
que quieren preservar la vida y son capaces de amar y de crear.
Nunca
antes había sido posible concebir un frente abarcador de todo el
conjunto de la humanidad.
Se
requiere erradicar todo sectarismo, cualquier actitud estrecha y
mezquina, cualquier visión aldeana y excluyente.
Es preciso una nueva Internacional que incluya a todos los
que buscan un mundo solidario y libre, en armonía con la
naturaleza, que respete plenamente la dignidad de cada mujer y
cada hombre. La
civilización desaparecerá si no logramos derrotar al Imperio, si
no somos capaces de abrir espacio al humanismo.
El futuro será socialista o no habrá futuro.
Un
socialismo diverso, multicolor, que no surgirá como imposición
dogmática, no será “calco y copia” de nadie sino,
como quería Mariátegui, “creación heroica” de cada
pueblo. Será la
culminación de la democracia, la realización de los sueños, los
ideales, las utopías que animaron al ser humano a lo largo de los
siglos.
Un
día como hoy nació en Cuba José Martí, quien nos enseñó que “Patria
es Humanidad”. El
era un niño cuando en 1868 los cubanos juramos “guerra a
muerte a la explotación y la discriminación del hombre por el
hombre” e iniciamos nuestra Revolución.
Un cuarto de siglo después a él tocó dirigirla hasta su
temprana muerte. Poco
antes de avanzar hacia su última batalla, confiado y lúcido, nos
legó esta frase, entonces promesa, hoy mandato y certidumbre:
“Conquistaremos toda la justicia”.
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